Lo personal es político en el nuevo libro de Mike Marqusee
Spanish translation by Christine Lewis Carroll of the introduction to The Price of Experience
Lo personal es político en el nuevo libro de Mike Marqusee sobre vivir con el cáncer.
Cuando me diagnosticaron mieloma múltiple en 2007, prometí a mis amigos que no añadiría otro confesionario a los que ya existen sobre el cáncer. Tenía otros temas sobre los que escribir y seguramente nada que añadir sobre éste, ya amplia y completamente cubierto. Tenía que haberme dado cuenta de que fue una promesa imposible de cumplir.
Reconstruir las primeras fases de la enfermedad y el tratamiento (por mi experiencia es imposible separar la una del otro) es difícil para mí. Pero sí me acuerdo del día en el que oí por primera vez el diagnóstico ‘cáncer’.
Había sentido dolores en el pecho y la zona lumbar desde hace meses, además de un creciente malestar general difícil de explicar tanto para mí mismo como a los médicos. Me desorientaban los dolores de pecho, localizados encima y alrededor del corazón. Estaba desesperado por recibir un diagnóstico, cualquier diagnóstico (o así me parecía).
Cuando el médico de cabecera me telefoneó para pedirme que pasara por la consulta para discutir los resultados de la analítica, sabía que las noticias no eran buenas. No me sorprendió cuando me explicó que el análisis mostraba un alto nivel de algo llamado ‘paraproteínas’, indicativo de malignidad. Observó también que tenía mal aspecto y me remitió al hospital cercano de Homerton para un reconocimiento urgente.
Escribió en un papel ‘paraproteína’. En casa lo busqué en Internet. Su relación con mieloma múltiple era prominente. Había oído vagamente de la enfermedad, pero no sabía nada de ella. Ese momento marcó el comienzo de lo que sería un proceso largo y continuo de educación.
Lo que quería oír
Me realizaron un examen completo que en cierta medida me tranquilizó. Estaban bien el corazón, los pulmones y la presión sanguínea. Pero cuando tocaron la caja torácica y la pelvis, los lugares en los que aprendí más tarde se habían formado las lesiones del mieloma, el dolor fue agudo y pegué un grito.
Se produjo a continuación un coloquio extraño. Cada vez que la doctora encontraba un punto sensible, yo emitía un grito involuntario, ella se disculpaba, y así sucesivamente. Los médicos fueron claros: tenía una enfermedad muy grave que me tendrían que tratar en la unidad de oncología del hospital de St. Bartholomew. Pero me aseguraban que no me iba a morir en ese momento y que podía volver a casa con mis analgésicos. Llegado a este punto, era lo único que quería oír.
A lo largo del día me preguntaba cómo y cuándo le contaría a mi pareja Liz lo que las últimas horas me habían deparado. Le llamé al trabajo, diciéndole que estaba en el hospital, que me encontraba bien y que lo explicaría todo cuando nos viéramos. Mi tono fue liviano, hasta animado. Nos encontramos en el hospital y le conté en la cafetería los acontecimientos del día.
Yo sonreía, como si fuera un chiste pesado. Empecé por contarle las buenas noticias, que el corazón y los pulmones estaban bien. Ahora miro hacia atrás y me río de mí mismo. ¿A quién quería engañar? ¿A quién quería proteger? No estuvo bien hablarle así a Liz, que al principio se creyó mi versión tranquilizadora. Cuando hablé de cáncer todo cambió.
Una calma extraña, un terror frío.
En los días siguientes mi ánimo variaba. A veces sentía una calma extraña y estaba lúcio. Caminaba por las calles de mi barrio y observaba el ajetreo distraído del tráfico y los peatones, fuertemente impresionado por la idea de que la vida seguiría sin mí. Sentí tristeza, pero no pánico.
Otras veces me atenazaba un terror frío. Caminaba por las mismas calles, observaba las mismas cosas, pero sentía que aquella idea fue una terrible condena, un rechazo permanente de mi fracasado organismo. Cuando pasaba al lado de los ruidosos niños, me sobrecogía el terror de que de alguna manera los contaminaría, que más les valdría no acercarse a mí.
En esos días el joven jugador de cricket Stuart Broad triunfaba en un partido de Inglaterra contra India. Tenía 21 años, era versátil y fuerte, estaba en forma y confiaba desvergonzadamente en su propio cuerpo. Me molestaba verlo y apartaba la vista del televisor. Representaba la salud y la promesa futura, dos cosas que yo había perdido y que nunca recuperaría. Lo odiaba por ello. Por un momento temía que no pudiera ver más el cricket por la televisión, lo que habría sido una pérdida irreparable para mí.
Esos cambios de humor se hicieron pronto menos fuertes, pero pienso que mi perspectiva sobre la experiencia no está del todo resuelta. Esto se debe en parte a que la experiencia no deja de cambiar. Una fase sucede a otra y ninguna es cómo la preveo.
No es sólo que hay días o meses buenos y otros malos, sino que son buenos o malos de manera distinta. La relación entre la enfermedad, el tratamiento y mis respuestas a los dos varía constantemente, lo que plantea cuestiones, problemas y preguntas nuevos. Es como si me tuviera que ajustar permanentemente, aunque por fortuna el ritmo del cambio se ha ralentizado en los últimos años.
La enfermedad tiene su propia cronología, tiempos distintos que avanzan de manera desigual. Las horas, los días, los meses y los años no tienen las proporciones habituales. Tristemente hay también una teleología asociada, que avanza inexorablemente hacia un punto final.
Compartir con extraños
No empecé a escribir sobre el cáncer hasta dos años después de iniciar el tratamiento. No me sentía especialmente obligado a compartir mis miserias con extraños. De hecho fue una de las razones por no hacerlo. Gran parte de lo que un enfermo grave padece es privado e íntimo. Parte de la carga de la enfermedad es tener que permitir que extraños accedan a estos lugares. La gran mayoría de los enfermeros, médicos y técnicos que me han tratado ha sido sensible a este tema, pero sigue siendo uno de los inconvenientes de la enfermedad. El acceso de más extraños a este lugar al escribir sobre el tema me hizo sentirme peligrosamente expuesto.
Pero con el tiempo tuve que hacerlo.
En primer lugar porque la escritura representó una continuidad necesaria con mi ‘vida antes del cáncer’. Tenía limitaciones, pero todavía podía escribir. Y escribir sobre mi condición se convirtió en una forma de contactar con el mundo exterior que resultaba físicamente cada vez más ajeno de mi alcance. Me permitía desenvolverme en ese mundo como participante y no sólo como espectador pasivo.
En segundo lugar me tenían insatisfecho y me irritaban a menudo los tópicos en torno al cáncer; algunos me parecían mensajes insidiosos que había que poner en entredicho, aunque sólo fuera por mi propia salud mental. Todo el tono individualista y afirmativo del debate en torno al cáncer parecía irreal, una carga de la que los enfermos pueden prescindir.
Uno de mis temores ha sido reducirme poco a poco a ser sólo un paciente de cáncer. Me veo perdiendo mi comprensión del mundo. Imagino un mundo limitado a mis malestares inmediatos. Me pasó cuando tuve que someterme a un autotrasplante de células madre; preocupado a cada momento por mis miserias corporales, se extinguieron todas las demás esperanzas e inquietudes.
No son hechos aislados
Un diagnóstico de cáncer constituye una suspensión aguda de la vida, pero no significa que dejas de ser quien eras antes de tener cáncer; las pasiones, los compromisos, las ansiedades, los prejuicios y los malos hábitos no son de repente superfluos. No quería considerar el cáncer como algo separado de todo lo que me preocupaba.
Al reflexionar sobre mi experiencia, lo he hecho no sólo como paciente de cáncer, sino como un ciudadano y ser humano inmerso en una red de relaciones. He evitado siempre compartimentar mis diversos intereses, desglosando las categorías de cualquier tema como el enfoque más fructífero. Este enfoque fue especialmente urgente al escribir sobre el cáncer.
La enfermedad y el tratamiento han sido inevitablemente elementos prominentes en mi vida, pero no los he vivido de manera aislada. El comienzo de mi enfermedad coincidió con la crisis financiera. Desde entonces ha seguido su curso obstinado a través de años de recesión económica y la creciente crueldad de la austeridad. Para mí esto representa más que un ‘trasfondo’. Vivir con cáncer ha confirmado el dicho feminista de que ‘lo personal es político’. Estas experiencias muy privadas no podían separarse de temas muy públicos; en particular el ataque despiadado del gobierno contra el Servicio Nacional de Salud y en general la manera en que se tratan la enfermedad, la muerte y la vulnerabilidad en nuestra sociedad.
Pero no empecé a escribir sobre el cáncer con otro propósito en mente. Los textos que he escrito corresponden a momentos concretos, noticias de actualidad o encargos. Los temas comunes surgieron sólo en retrospectiva.
Dependencia mutua y Autonomía
En retrospectiva la experiencia ha intensificado mi comprensión de nuestra dependencia mutua y mi hostilidad hacia la ideología que la niega. Ha intensificado también mi compromiso con un orden social igualitario y cooperativo, no como una utopía lejana, sino como un requisito urgente del momento. Por supuesto todo esto es la extensión de los valores políticos desarrollados mucho antes de que el cáncer entrara en mi vida. Pero a medida que la enfermedad se desplegara, lo que descubrí es que lejos de ser abstractos o irrelevantes, esos valores adquirieron una fuerza y realidad mayores. Me pregunto cómo una ideología inquebrantablemente individualista puede sobrevivir a la experiencia del cáncer, aunque sé que ocurre. ¡Qué esfuerzo tan grande de negación!
Al mismo tiempo, quizá paradójicamente, la experiencia me ha dado una nueva apreciación del valor de la independencia. Gran parte de la vida de un paciente de cáncer se ocupa en la lucha por la autonomía, en relación con las instituciones, los profesionales, los cuidadores, las medicaciones. Es una lucha dura y a veces infructuosa, como cualquier lucha por la libertad, que he aprendido no sólo tiene que ver con la movilidad física.
Me ha animado y a menudo conmovido la calurosa acogida a mis artículos de personas que han tenido sus propias experiencias con el cáncer y alguna enfermedad grave. También me ha dado una lección de humildad. En hilos de discusión y correos electrónicos algunas personas me han contado y comentado sufrimientos y pérdidas más graves. Sus circunstancias y enfermedades fueron a veces mucho más graves que las mías; pero he aprendido que no hay realmente una jerarquía del sufrimiento.
El poeta Heinrich Heine pasó sus últimos años en cama a causa de una enfermedad brutal y misteriosa. Después de un viaje intelectual largo y tortuoso, llegó a creer en un dios que le sirvió para un propósito singular. “Gracias a Dios vuelvo a tener un dios”, escribió a un amigo, “que cuando me duela mucho pueda maldecir y blasfemar. Al ateo se le niega ese consuelo.” Me he arrepentido alguna vez de no tener un poder divino que pudiera maldecir y blasfemar. Los poderes de este mundo tendrán que bastar.
[Mike Marqusee es columnista de Red Pepper y autor de libros sobre la política de la cultura y temas desde el cricket a Bob Dylan. Su nuevo libro The Price of Experience: writings on living with cancer está publicado por OR Books.]